airplane

Es un mar espeso y oscuro. La zona abisal de algún agua del mundo.

Estoy parada en unas rocas marrones resbaladizas pero no estoy sola, alguien me acompaña y me insiste en que me anime a tirarme. Le digo que no. Traigo puesta, aún frente a la negativa, una malla enteriza. Es de noche acá afuera del agua, y no hace frío alguno. Esta persona me sigue insistiendo hasta que se ve que le digo que sí porque en la secuencia siguiente estoy nadando bien adentro. No se nada. De nuevo el color negro acá.
Nadamos juntos, esta persona me nada demasiado cerca. Me habla de su hija, que está preocupado porque empezó el colegio maś tarde que el común denominador, y en la mochila suele colgarse cosas que hacen que le pese más aún la espalda. Me habla de los problemas que traen a la columna las mochilas pesadas, y del interés repentino de su hija por colgarse muñequitos y fichitas de metal que pueden pesarle una barbaridad en su cuerpo. De su negativa a usar mochila de carrito también me habla. Aunque nademos en la zona abisal de un mal nórdico, todo esto me lo dice y yo se lo oigo. Nadamos. Y esta persona está cada vez más cerca mío. Le hablo de la necesidad imperiosa de que cada uno tenga su espacio pero no me hace mucho caso. Cuando me quiero dar cuenta, esta persona esta nadando encima mío. Su cuerpo pesado, encima del mío, y la zona negra espesa abisal aún más negra y más espesa. Que por favor se retire le digo, pero se ve que esto ya no lo escucha y que el agua llegó a su fin- como si el final de un mar fuera posible- porque tengo techo y paredes. Ya no puedo seguir nadando y lo que hay alrededor mío es encierro.

Como un objetito no demasiado definido, y viejo, perdido en el fondo negro de un cajón de una cómoda, o una mesa ratona, o de algún mueble que permanece firme y sin pudrirse en la casa de una persona responsable. Que se para derecha. Que hace sus recorridos nocturnos por las inmediaciones de su casa.

El hospital no queda lejos, queda trasmano, que no es lo mismo. Metele que tardarás dos horas en llegar, si te tomás el Mitre. Llevate algo para leer, ¿tenés a mano? Alguna revista, pero que no sea de actualidad así no te amargás.  Yo tengo algunos libros que te puedo prestar, son novelas pasatistas. Sí, pasatistas. Ya las leí. Pero te pido por favor que vuelvan, porque te los estoy prestando como un acto de amor y pena por la situación que estás pasando.

Ëste te podés llevar por ejemplo. Es una boludez terrible, pero transcurre en el 1800 y a veces cuando leés cosas tan lejanas te sentís un poco mejor con vos mismo. Digo que no te llegás a identificar tanto y eso resguarda la emoción. Es la historia de una chica de diesisiete años que se enamora de una de treinta, bastante distinguida, que está enferma y se va a morir. No entiendo bien por qué la pendejita se enamora. Después cuando la adulta se muere, ella se mete a un lago de noche y se ahoga. La encuentran por el vestido gigante que usaba, que aparece flotando en la orilla, un ganso comiéndose la tela.

¿Te llevás abrigo? Tengo este saco de lana. No, aquél. El azul. Tiene una mancha de leche, es un poquito de vómito de Catalina pero no pasa nada. Ya está seco. Además no hace olor. Las cosas que salen de adentro de los bebés, después de un rato no dan olor. Cuando nacemos somos medio mágicos.

Llevate el azul, haceme caso. ¿Cuándo pensás salir? Se te está haciendo tardísimo. Una vez que entrás al predio no es fácil llegar al hospital mismo; tienen sectores de tiro, una cosa es la parte de infantería y otra es marina. Es gigante ese lugar. Vos preguntá. Siempre hay algún militar vestido de civil que sale a correr entre los árboles, porque mucho no les gusta que los vean de shorcito, vos lo interceptás y le preguntás. Llevate el teléfono con carga, porque realmente sería una picardía que te pierdas en el medio de un bosque en Campo de mayo. Ahí, abajo de algún arbolito, largandote a llorar. Además lo de tu abuela es bastante inminente, por ahí llegás y ya palmó.

Fijate si ves al gato naranja ese que camina por los sectores de los internos críticos. Me gusta que ande por ahí, creo que se llama Román. Habrá algún milico hincha de Boca. Parece que Román hace sus recorridos. Entra al baño y toma agua del inodoro, sale, pispea a los internos graves y también entra al laboratorio donde están chequeando la sangre, el pis. No les importa nada a estos tipos uniformados que ande un bicho naranja entrando y saliendo de las instalaciones. Algunos frascos de alcohol ponen en las paredes para que uno pase y se desinfecte las manos, ¿pero quién desinfecta los pelos del gato? Igual la verdad, te soy sincera, no me importa. Un gato es un desparramo de vida, para lo que hay que ver ahí adentro…para lo que hay que ver. Yo prefiero acariciar al gato, sentirle el frío del hocico. Dialogar con la criatura.

La última vez que fui al hospital, una familia entera estaba apoyada en un solo auto. Se ve que no todos tenían auto, solo uno. Se les acababa de morir algún familiar me imagino ,o estaba a punto de. Román estaba sentado al lado de ellos. Les hacía compañía. Una chica jovencita lo acariciaba mientras lloraba. Las dos cosas podía hacerlas juntas: llorar y tocar al bicho.

Y si te queda tiempo después de verla, date una vuelta por el predio. Crece cualquier cantidad de plantines y huertas, los caballos los cepillan todos los días, por eso tienen brillo, y relinchan de vez en cuando. Eso pensaba el otro día: estar internada en terapia intensiva con un gato naranja que pasa cada tanto a ver cómo estoy, oír algunos caballos relinchar. Morirme así, o dejarme estar.

luisi

Horacio tiene diez años y Saúl doce. Desayunan todas las mañanas mirando el noticiero del canal de aire. Viven con Rosario, su madre, que entra y sale de la habitación exigiendo silencio porque dice que sino la van a cagar a palos. Ni Horacio ni Saúl entienden esto. El televisor sintoniza con lluvia, pero aún así se identifica el género y el vestuario de cada cara declarando ante el micrófono.

El martes tipo once de la mañana, Horacio entró en una crisis de llanto que Saúl intentó calmar ofreciendo servilletas, carilinas y repasadores. A Horacio le costó, pero finalmente se calmó y pudo contarle a Saúl lo que había visto.

Una mujer con raíces crecidas en el pelo le contaba al notero. Estaba conmocionada, pero no triste: que habían enterrado una perra viva en la ciudad de Quito, Ecuador. Debajo de unos  adoquines, en una calle muy transitada, algunas personas oyeron durante dos noches llanto ahogado de animal pero nadie sabía bien de dónde venía. Un hombre un poco avispado se agachó para escuchar en el suelo y ahí entendió.

El video fue televisado: un hombre con un martillo viejo despega un adoquín del suelo; repite lo mismo reiteradas veces hasta que se empiezan a ver los ojos del animal. Es color té con leche, ya se le puede ver la cara y también asoman las patas. La perra ya está casi afuera, el hombre deja el martillo sobre el suelo y la alza para lograr sacarla. Una vez en suelo firme la perra está agradecida, mueve la cola.

La perra está embarazada.

Saúl se conmueve con el relato y llama a Rosario.

Pasan aproximadamente tres horas.

Cada vez que decido tomarme un taxi con Simón, cuando doblamos en la esquina de Sarmiento se le cierran los ojos. Dice que no va a dormirse, que solamente quiere dejar de mirar.

Yo le digo que no es hora. Que entonces no habrá almuerzo. No me hace caso, igualmente desaparece.
El taxista casi siempre hace algún comentario del estilo: Está cansado. No puede más. Pobrecito.

Yo no le contesto.

Lo que hago entonces es abrirle un párpado a propósito, a modo de broma. Simón se ríe, le gusta esto.

Yo creo que en el fondo de esta acción hay un poco de violencia.

Pero no voy a dejar de hacerlo.

La maquinita bajada de bandera de los taxis nunca se queda sin papel para el ticket.

Nunca se queda sin papel.

Más tarde, cuando su siesta es feroz y ocupa toda una tarde, yo me pregunto qué voy a hacer con ésta vida de alguien.

Esqueleto

Tres floristas se habían quedado dormidos en sus reposeras. Las flores seguían reluciendo dentro de los recipientes blancos que terminaban en punta. Le señalé a Li para que mirara pero no quiso. Seguía con los ojos medio cansados hacia delante, ahí donde las rayas de cal hacen fuerza sobre el pavimento. A Li no suelen atraerle ese tipo de cosas. Gente que se queda dormida en su horario de trabajo, en plena madrugada de calor.

Algunos hombres caminaban alrededor del Cementerio de la Chacarita a esa hora. Eso tampoco le llamó la atención a Li.

Dimos cerca de tres vueltas para encontrar el acceso permitido. De noche no todos abren las puertas. Vi cómo la sandalia de Li hacía fuerza sobre el embrague, y dos anillos de coco en miniatura hacían fuerza sobre sus dedos pequeños. Todo en los pies de Li estaba saturado. Y ella fruncía las cejas; algo le dolía. Pensé en preguntarle por sus sandalias, pero sospeché que su sopor podía tratarse de algo más significativo.

Miré por la ventanilla. No reconocí ninguna cara de los caminantes que rodeaban el Cementerio de la Chacarita. No llevaban flores. Pensé en el instante en el que alguno de ellos tuviera que despertar a  los floristas durmientes para solicitarles mercadería.

Me alisé el pelo, porque otra vez estaba pasándome lo mismo: el redondel de célula muerta alrededor de la cara.

-Tengo que pedir urgente turno con el peluquero; Le dije a Li. Pero ella volvió a mirarme con la misma cara de susto acumulado, ó de nenita que se acaba de mudar a un caserón.

Esa fue la última vuelta que dimos al predio.

Li estacionó en un lugar prohibido. No le importó, porque no dijo nada. Vi cómo sus sandalias volvieron a temblequear cuando arrastró su cuerpo fuera del auto. Algo del temor en sus huesos finos la hacía ver sincera; con la transparencia de las mujeres que uno elegiría para concebir. Recordé el sonido hueco del golpe que hacían, algunas veces, sus huesos sobre mí. La estocada de Li.

Me argumentó que le dolía demasiado el cuerpo así que volvió al auto. Le hice caso. Había demasiada oscuridad para discutir. En la esquina,  dos hombres bajitos caminaban lento hacia nosotros. Uno de ellos llevaba, recién adquirido porque chorreaba agua, un ramo de fresias.

Una vez de vuelta en el Peugeot ingresamos al ṕredio arbolado. En esa entrada del cementerio no había un guardia de seguridad que nos preguntara ninguna cosa, ni nos pidiera ningún documento.

Ahí fuimos.

El Peugeot circuló lento y silencioso. Los árboles de los cementerios no son ningun árbol que produzca nada. Son solo un montón de hojas que, allá arriba en el cielo, hacen silbidos puntiagudos.

Empezamos a ver algunas lápidas en el suelo. Olimos la tierra mojada pero también, como animal que afina el olfato, pudimos oler  la tierra seca de quien fue depositado hace muchísimo tiempo. Li dijo algo al respecto del miedo, pero que no tenía relación alguna con el cementerio, sino que venía de antes. No le contesté. Olía a medicamento, otra vez.

Volví a llevarme las manos al pelo. Lo alisé. Se me habia vuelto a formar la bola alrededor de la cara. Como íbamos demasiado lento, el estacionamiento no aparecía nunca. Me puse impaciente.

Miré por mi ventanilla y pude ver un perro negro de raza confusa viniendo hacia nosotros.

-Mirá qué lindo, le dije a Li.

Ella agachó la cabeza. Otra vez las sandalias haciendo estragos sobre los huesos.

Mirando a través de la ventanilla de Li,  pude ver otro perro negro. No era idénticol, era más pequeño: como ese dúo de hombres que se nos acercó en la calle.Este ejemplar también caminaba hacia nosotros despacio y en silencio, imitando al Peugeot.

-Allá hay otro. Ese te va a gustar más a vos, debe ser más cachorro.

Li seguía frunciendo el gesto, como si otro frunce fuera posible ya. Con la euforia de quien visita un safari,   detrás nuestro pude ver cuatro perros negros más. Se me llenaron las comisuras de saliva. No sé si la luz de la noche los volvía unitonos, o dentro del Cementerio de la Chacarita los animales eran un clan. Venían hacia nosotros con las bocas abiertas y un gesto algo familiar.  Esta vez no dije nada.

Li apretó el freno y pudimos ver cómo, despacio pero seguro, el destino de los perros uniformes tenia que ver con nosotros. Li volvió a hablar del miedo; que no tenía que ver con  el cementerio sino con lo que había pasado antes. Se señalaba el estómago que seguía oliendo a medicamento. Le pedí que se callara.

Vi cómo un perro se rascaba las pulgas. Volví a no decir nada. Realmente no había nada para decir.

Tres perros más se acercaron desde el lugar donde sospechábamos la tierra seca. No corrían, andaban. También calculaban.

Lo último que recuerdo es, otra vez, la mejilla dura  y el pecho agudo de Li golpeándome sobre la cara. Cubierta de llanto  encima mío, como un cúmulo de agujas de tejer.

Afuera del cementerio de la Chacarita algunos hombres seguían deambulando. Con fresias o sin ellas. Aunque supieran donde estaba la puerta,  ninguno se animaba a entrar. Daban vueltas en círculo nomás.

Carmen tiene ochentilargos. Todavía no sabemos en qué piso vive. Las últimas veces que abrí la puerta del ascensor para subir a mi casa, Carmen estaba ahí, saliendo a hacer un mandado. Le atrae subir y bajar dentro de una caja blanca con espejo. Hace un rato habló de lo resbaladizo del suelo y dejó al descubierto una cicatriz que todavía late.

El hospital militar de noche parece una maqueta. No creo que nunca vaya a subirme a esas colinas, porque no tengo a nadie en mi familia que pueda llegar a caer internado ahí.

Siempre que salgo de mi trabajo paso por ahí: generalmente ya es de noche cerrada, y puedo ver a las personas recortadas en las ventanas, puestas ahí como dibujos que hizo un pintor melancólico. También me pregunto si ahí adentro habrá alguien a punto de morir, y por qué será que la construcción está tan por encima del suelo- más cerca del cielo que otros hospitales. Circulan muchos autos por el predio, y desde la calle no se puede ver la puerta de entrada misma. Seguramente deben pedir algo más que el documento, para acreditar que quien viene a quedarse trae enseñanza militar propia o adquirida.

Si tuviera un romance con algún afín a este tipo de enseñanza podría, en mis años últimos, quedarme ahí adentro? Que un edificio en plena Luis Maria Campos parezca un juguete monumental, me hace aparecer el deseo. Tener un diálogo con el sereno del edificio, que caminemos juntos por el predio lleno de árboles y charlemos de lo bueno que es que esos troncos puedan generarlo al silencio. Porque estar así de callados cerca de una avenida parecería imposible: pero ahí estamos.

Una mujer de entre treinta y cuarenta cuelga el teléfono con fuerza.

Abre la heladera

un foco amarillo titila.

Puede apreciar la reiteración.

Ahí adentro del electrodoméstico

nadie le contesta

Permanece mirando.

avionship

Francisco Fabbri

Francisco

de su casa lo que más recuerdo

es batir la tierra con las manos infantiles, poco comprensivas.

Me argumentaban que los gusanos no eran buenos porque son los que se comen a los muertos

pero usted me dijo que hacían bien:

fabricaban el abono para el crecimiento de sus plantas.

Antes de abuelo:  Francisco, Coronel ó Gendarme

(para mi vocabulario es lo mismo, ambos llevan puesto un traje)

y una corona gigante, inmensa, catastrófica

el día de su muerte, abuelo Fabbri.

A su jardín yo cooperé, aboné

porque el día en que se murió mi tortuga doméstica, Romina,

que según el veterinario no era hembra sino macho,

la enterré debajo de su árbol de paltas.

Coronel abuelo, nunca entendí bien lo que decía cuando hablaba, le faltaba modular

pero una cosa sí dejó entrever:

una palabra de cariño con reiteración,

era grata cuando se dirigía a los infantiles.

Después ya se empañaba.

Coronel Fabbri;

lo despedimos hace poco pero yo no pude aliviar

el resto hablaba tanto que el silencio se ausentó

Y yo para llorar, creo que nunca se lo dije, me necesito oír el pecho.

Dentro de sus ojos hoy están las lombrices que son buenas.

Mi padre que todavía vive, tampoco sabe llorar

Digamosle esto:

Que dejemos ese jardín suyo, solo, por unos segundos

lo que está debajo de su tierra empezará a deambular.

En el teléfono la voz de mi padre que sentencia que siempre preferirá el silencio.

Que no hay exigencia más ruda, para él, que la palabra en el tubo.

Mientras en la oreja la voz grave se arma un circuito,

en la vereda de enfrente un vivero anuncia abundancia.

Cruzo la calle. Allá voy:

Lo que más llama mi atención son, siempre, las plantas de interior.

Son las que tienen las hojas más gruesas.

Parecen no necesitar ayuda extra, luz solar, para la supervivencia.

En ese grosor, está contenido el crecimiento.

No necesitan demasiado estímulo para ir para arriba,

simplemente,

allá van.

Defiendo eso que hacen en silencio, por eso las prefiero,

Adentro de la casa se tiñen las cosas de verde,

suculentas y ésta que me compré hoy, que no sé cómo se llama.

A la mujer que me atendió le dije que me gustan mucho las plantas, desde hace poco,

ella no me lo preguntó.

Una mujer puede apenas sonreir, estando aún, rodeada de vida.

Gasté cincuenta pesos en quince hojitas desparramadas en una maceta plástica marrón,

muy acotada.

Me la envolvió en papel de diario y en una bolsa rosada.

Salí de nuevo a la calle, ahora mi gesto hablaba de triunfo.

En el teléfono seguía hablando ese hombre,

defendiendo su silencio,

pero hablando al fin.

No fui capaz de despedirme.

Todavia no dije por qué no prefiero las plantas solares,

sospecho que es porque resisten

bajo el estado de dependencia.

plantitas