Tres floristas se habían quedado dormidos en sus reposeras. Las flores seguían reluciendo dentro de los recipientes blancos que terminaban en punta. Le señalé a Li para que mirara pero no quiso. Seguía con los ojos medio cansados hacia delante, ahí donde las rayas de cal hacen fuerza sobre el pavimento. A Li no suelen atraerle ese tipo de cosas. Gente que se queda dormida en su horario de trabajo, en plena madrugada de calor.
Algunos hombres caminaban alrededor del Cementerio de la Chacarita a esa hora. Eso tampoco le llamó la atención a Li.
Dimos cerca de tres vueltas para encontrar el acceso permitido. De noche no todos abren las puertas. Vi cómo la sandalia de Li hacía fuerza sobre el embrague, y dos anillos de coco en miniatura hacían fuerza sobre sus dedos pequeños. Todo en los pies de Li estaba saturado. Y ella fruncía las cejas; algo le dolía. Pensé en preguntarle por sus sandalias, pero sospeché que su sopor podía tratarse de algo más significativo.
Miré por la ventanilla. No reconocí ninguna cara de los caminantes que rodeaban el Cementerio de la Chacarita. No llevaban flores. Pensé en el instante en el que alguno de ellos tuviera que despertar a los floristas durmientes para solicitarles mercadería.
Me alisé el pelo, porque otra vez estaba pasándome lo mismo: el redondel de célula muerta alrededor de la cara.
-Tengo que pedir urgente turno con el peluquero; Le dije a Li. Pero ella volvió a mirarme con la misma cara de susto acumulado, ó de nenita que se acaba de mudar a un caserón.
Esa fue la última vuelta que dimos al predio.
Li estacionó en un lugar prohibido. No le importó, porque no dijo nada. Vi cómo sus sandalias volvieron a temblequear cuando arrastró su cuerpo fuera del auto. Algo del temor en sus huesos finos la hacía ver sincera; con la transparencia de las mujeres que uno elegiría para concebir. Recordé el sonido hueco del golpe que hacían, algunas veces, sus huesos sobre mí. La estocada de Li.
Me argumentó que le dolía demasiado el cuerpo así que volvió al auto. Le hice caso. Había demasiada oscuridad para discutir. En la esquina, dos hombres bajitos caminaban lento hacia nosotros. Uno de ellos llevaba, recién adquirido porque chorreaba agua, un ramo de fresias.
Una vez de vuelta en el Peugeot ingresamos al ṕredio arbolado. En esa entrada del cementerio no había un guardia de seguridad que nos preguntara ninguna cosa, ni nos pidiera ningún documento.
Ahí fuimos.
El Peugeot circuló lento y silencioso. Los árboles de los cementerios no son ningun árbol que produzca nada. Son solo un montón de hojas que, allá arriba en el cielo, hacen silbidos puntiagudos.
Empezamos a ver algunas lápidas en el suelo. Olimos la tierra mojada pero también, como animal que afina el olfato, pudimos oler la tierra seca de quien fue depositado hace muchísimo tiempo. Li dijo algo al respecto del miedo, pero que no tenía relación alguna con el cementerio, sino que venía de antes. No le contesté. Olía a medicamento, otra vez.
Volví a llevarme las manos al pelo. Lo alisé. Se me habia vuelto a formar la bola alrededor de la cara. Como íbamos demasiado lento, el estacionamiento no aparecía nunca. Me puse impaciente.
Miré por mi ventanilla y pude ver un perro negro de raza confusa viniendo hacia nosotros.
-Mirá qué lindo, le dije a Li.
Ella agachó la cabeza. Otra vez las sandalias haciendo estragos sobre los huesos.
Mirando a través de la ventanilla de Li, pude ver otro perro negro. No era idénticol, era más pequeño: como ese dúo de hombres que se nos acercó en la calle.Este ejemplar también caminaba hacia nosotros despacio y en silencio, imitando al Peugeot.
-Allá hay otro. Ese te va a gustar más a vos, debe ser más cachorro.
Li seguía frunciendo el gesto, como si otro frunce fuera posible ya. Con la euforia de quien visita un safari, detrás nuestro pude ver cuatro perros negros más. Se me llenaron las comisuras de saliva. No sé si la luz de la noche los volvía unitonos, o dentro del Cementerio de la Chacarita los animales eran un clan. Venían hacia nosotros con las bocas abiertas y un gesto algo familiar. Esta vez no dije nada.
Li apretó el freno y pudimos ver cómo, despacio pero seguro, el destino de los perros uniformes tenia que ver con nosotros. Li volvió a hablar del miedo; que no tenía que ver con el cementerio sino con lo que había pasado antes. Se señalaba el estómago que seguía oliendo a medicamento. Le pedí que se callara.
Vi cómo un perro se rascaba las pulgas. Volví a no decir nada. Realmente no había nada para decir.
Tres perros más se acercaron desde el lugar donde sospechábamos la tierra seca. No corrían, andaban. También calculaban.
Lo último que recuerdo es, otra vez, la mejilla dura y el pecho agudo de Li golpeándome sobre la cara. Cubierta de llanto encima mío, como un cúmulo de agujas de tejer.
Afuera del cementerio de la Chacarita algunos hombres seguían deambulando. Con fresias o sin ellas. Aunque supieran donde estaba la puerta, ninguno se animaba a entrar. Daban vueltas en círculo nomás.